El chamán y
el artista. Consideraciones sobre el arte amerindio
Víctor
Vacas Mora. Antropólogo.
Doctorando por la Universidad Complutense de Madrid.
vvmora_2@hotmail.com
RESUMEN
El fenómeno
del arte ha recibido divergentes interpretaciones. Los estudios
que han tratado dicha actividad lo han hecho con diverso enfoque
y metodología. Por ello, el heteróclito conjunto resultante
lejos de llevar a la unanimidad ha resultado vacuo y confuso. Hoy
parece haberse llegado a cierto consenso en cuanto a la aceptación
del arte como actividad cultural (como creación inmersa en
unos procesos sociales y a partir de unos cánones culturalmente
fijados, el arte puede considerarse como un fenómeno socio-cultural)
y, como tal, abordable desde la antropología.
Numerosos años de
investigación academicista occidental nos han legado una
visión transcultural del fenómeno, el arte como una
reiteración universal, innato al ser humano y dotado de unos
patrones estéticos repetitivos a todas las culturas. Hoy
día, la incursión en el terreno artístico de
nuevas disciplinas, entre ellas la antropología, ha derruido
ese caduco edificio abriendo nuevas puertas al avance de la investigación.
Somos nosotros los que decidimos qué es arte y qué
no lo es, imponiendo nuestros criterios y obviando los de la sociedad
productora/acogedora del producto manufacturado. Aquellas almidonadas
teorías han imposibilitado el avance de estudios serios y
coherentes para con las culturas productoras de las elaboraciones
que han cautivado recientemente la atención del público
occidental. La descripción estética debe dejar paso
a la observación, estudio y análisis de la totalidad
del proceso como fenómeno social, cultural y humano, producto
de un tiempo y un espacio determinados.
La ampliación del
enfoque hasta hace poco reinante supondrá un éxito
no solo cuantitativo sino, y sobre todo, cualitativo. La apertura
paulatina del acotado mundo del arte a nuevas disciplinas ya está
dando sus frutos.
N.E.
Las fotografias que acompañan este artículo son aporte
del editor. Pertenecen a tejidos de
molas, prendas de vestir femeninas
del pueblo tule (región del Darién, Colombia y Panamá).
1. UNA MIRADA DESDE DENTRO AFUERA.
Iniciar un articulo relacionado
con el arte parece demandar casi de inmediato el asentamiento de
un basamento teórico sobre el cual comenzar a trabajar. Este
no sería otro que un conjunto de definiciones que nos aproximaran
al concepto de arte, estética y objeto artístico.
Agria labor que lleva ya tiempo suscitando un acalorado debate.
Desde posiciones enfrentadas, academicistas occidentales han tratado
de enfocar el problema con mayor o menor acierto y grado de aquiescencia
por parte de sus colegas. La acritud de la discusión se centra
especialmente en ese corpus semántico que posibilite armar
una superficie sobre la cual empezar a trabajar. Para gran parte
de los teóricos del arte, encorsetados en un glosario occidental,
parece aceptada la existencia de unos cánones estéticos
universales, valores acerca de la belleza, lo físicamente
placentero a los sentidos, lo cual hace factible la definición
del arte como una creación estética destinada a recrear
el ansia de belleza y placer visual/espiritual de todo ser humano.
Este punto de vista, desde luego, resulta inaceptable para la antropología.
Una antropología del arte no puede erguirse sobre un andamiaje
tan endeble a la par que parcial.
Frente a este acaparamiento del
arte por parte de un reaccionario sector, muchos antropólogos
han iniciado el acercamiento a un segmento cultural tan importante
como son las manufacturas y procesos que etiquetamos como artísticos,
así como a todas los actividades en que tales producciones
se hayan inmersas. Algo sumamente importante y que no siempre se
ha tenido en cuenta, es no olvidar que el arte, como todos los demás
fenómenos que componen la cultura, se encuentran imbricados
en una compleja red imposible de desenmarañar. Articulándose
unos con otros, son parte de un todo, de una totalidad a la que
se encargan de definir y de la cual tampoco se pueden extraer y
aislar para su estudio. Este ha sido uno de los graves defectos
en la aproximación a las manufacturas de otras culturas.
Acostumbrados al arte por el arte, dando por sentado su intrínseco
valor físico como primordial función, el estudioso,
coleccionista, crítico o historiador desgaja el objeto de
su contexto social para apreciarlo como una mera creación
estética perdiendo la perspectiva que permitiría una
verdadera interpretación del fenómeno "artístico"
dentro de la cultura modeladora. Al obviar los parámetros
en los que los objetos y acciones que consideramos artísticos
se manufacturan y desenvuelven estamos perdiendo un importante apunte
acerca de la materia en estudio. Más adelante volveré
sobre este importante aspecto.
Por otro lado hay que tener siempre
presente que el arte, como actividad cultural que es, se encuentra
sujeta a los cánones específicos de la cultura que
lo produce. Pese a la insistencia con que un sector de la intelectualidad
de nuestra sociedad se encarga de insistir en la existencia de unos
valores estéticos universales extensibles a todo ser humano,
la evidencia continuada ha demostrado la falacia de tal aseveración.
El arte como recreo estético solo se da en sociedades altamente
jerarquizadas donde una clase especializada, los artistas, producen
a tiempo total objetos destinados a ser consumidos por un sector
elevado dentro de esa sociedad. En estos casos, el arte se esgrime
como un bien suntuario que diferencia al poseedor de la obra o al
mecenas de otros grupos sociales o, inclusive, de individuos de
su propio grupo, en función de lo reconocido de la belleza,
esmerada manufactura u otras virtudes reconocidas en el objeto,
características todas ellas exclusivas y propias de la cultura-marco
donde se produce este fenómeno. Sin embargo, en la mayoría
de las sociedades amerindias y, mucho más, en las preestatales
el arte tiene un fuerte componente funcional y semiótico.
Los propios individuos que realizan, contemplan y/o utilizan esas
manufacturas no las categorizan como "arte" ni priman
su valor estético (dicho valor lo añadimos nosotros
al observar el objeto desde una posición ajena y alejada
a sus valores). La representación se limita a reproducir
una serie de convencionalismos que serán automáticamente
interpretados y comprendidos por los miembros de la sociedad que
los genera, dentro o no de concretos segmentos de acción
o tiempo, por ejemplo un ritual determinado. En dichos contextos,
el objeto cobra un establecido valor y alcanza el uso para el que
fue creado, que dista seriamente de ser la deleitación de
los sentidos.
Pero avancemos por partes y no adelantemos
lo que aun ha de venir. En las páginas venideras intentaré
profundizar en estas complejas cuestiones aquí brevemente
esbozadas para proponer una visión acerca del arte, creo,
compartida, en mayor o menor grado, por un amplio número
de antropólogos que han destinado parte de sus esfuerzos
a escarbar en el cenagoso terreno que rodea este fenómeno
cultural que desde nuestro sillón a orillas del Mediterráneo
hemos nominado como arte y hecho propio, cercándolo a la
posibilidad de nuevas definiciones.
2. EL ARTE Y LA ANTROPOLOGÍA: EL MARCO
METODOLÓGICO Y CONCEPTUAL.
Tras estas palabras preliminares
que nos han acercado al vórtice del problema, debemos enfrentar,
brevemente, pues no es el objeto de este ensayo, la base definitoria
sobre la cual nos disponemos a mover. Numerosos autores han encarado
el reto de dotar de cuerpo definitorio algo tan esquivo como resulta
el arte. Tarea ardua y complicada si se atiende a la satisfacción
de todos los campos implicados en el estudio artístico, probando
a definir el concepto con la mayor amplitud posible con objeto de
dar cabida a todas las manifestaciones que pudieran ser consideradas
artísticas. Sin embargo, observo de mayor importancia que
la definición del concepto artístico en sí
o el objeto resultante de él, la orientación metodológica
con que se han realizado las investigaciones y estudios en este
campo.
Ya en el artículo seminal
de Merriam (1964) se observaba lo manido pero infructuoso de la
discusión. En él recordaba la larga tradición
de estudio del arte desde la antropología, la afición
occidental por las muestras de arte etnológico y la escasa
seriedad con que hasta recientemente se trataba el tema, limitándose
a la mera descripción de la manifestación artística
en sí. Para Merriam el estudio del arte se había quedado
en el objeto terminado, en la manifestación propiamente dicha,
sin atender al resto del proceso creativo. Tal vez esta opinión
se hizo eco en parte del mundo de la investigación dedicado
a tradiciones culturales distantes a la nuestra, ya que los nuevos
estudios que versan sobre este complejo tema comenzaron a buscar
más allá de esa manufactura y a interesarse por los
procesos sociales que las hacían posibles. Ya no era solo
el objeto aislado en una aséptica vitrina y ajado de su matriz.
Los nuevos estudios buscaron el trasfondo, el escenario social donde
ese "agente" interactuaba con otros.
Dentro de este planteamiento, han
florecido innumerables definiciones y metodologías en ensayos
acerca del tema. Los antropólogos que han prestado atención
al arte viran hacia nuevas concepciones dentro de las cuales el
fenómeno estudiado se acomoda en novedosos niveles de análisis.
Perspectivas lingüísticas, sociales, psicológicas,
políticas, religiosas... ahondan en el examen del arte. Partiendo
de estos postulados Hunter (1981:72) define el arte como "el
conjunto de formas culturales resultantes de procesos creativos
con el movimiento, el sonido, las palabras o los materiales; y la
estética, como conjunto de modalidades de pensamiento al
respecto" y admite que el análisis antropológico
de dichas formas culturales trata de dilucidar su función
y estructura; el arte no debe ser una excepción. Por su parte,
Howard Morphy (1994) describe los objetos artísticos como
aquellos que cuentan con propiedades semánticas y/o estéticas
y son usados con intención de presentación o representación.
El relevante volumen de Lewis-Williams (2002) se adentra a través
de esta perspectiva en los orígenes del arte. El arte paleolítico
no se explica por un placer estético innato a los primeros
Homo sapiens sino a través de razones simbólicas-psicológicas
y estados alterados de conciencia. "I argued that the first
image-makers were acting rationally in the specific social circumstances
[...]; they were not driven by aesthetics" (Lewis-Williams,
2002:45).
Por otro lado, otros autores, siguiendo
la estela de eruditos como Haselberger (1961) o Herskovits (1964),
insisten en considerar el arte como "todo embellecimiento de
la vida ordinaria logrado con destreza y que tiene una forma que
se puede describir". Aunque, como resulta obvio, no se puede
(ni se pretende) negar el valor visual o auditivo del arte, ese
embellecimiento es insustancial, socialmente hablando. Describir
una manifestación en función de su belleza es escasamente
enriquecedor para una disciplina social. Poco nos puede interesar
lo hermosa que resulta (y menos para nosotros) una pintura de arena
navajo. Su función estética, como ya se ha perfilado
anteriormente y discutiré más adelante, es irrelevante
salvo en nuestro afán de diferenciar como artística
una manufactura de un grupo cultural (los navajo del ejemplo) frente
a otros artículos producidos en el seno de dicha sociedad.
Por oposición con los objetos carentes de valor estético
(de nuevo, según nuestros criterios) elevamos a la categoría
de arte ciertos productos manuales o físicos de un grupo
étnico. Desgraciadamente, esta línea estético-descriptiva
sigue perdurando entre parte de los investigadores que, mesmerizados
por los cánones plásticos que trasferimos al objeto
de estudio, olvidan lo que se "oculta" tras él
realizando meras descripciones formales carentes de cualquier interés
para un estudio social.
Alcina Franch (1982:121) manifiesta
que "todo arte, por su misma esencia, es una "abstracción",
es decir se aleja tanto de la realidad como es lógico que
así sea en la medida que se trata de una visión del
mundo, de la realidad, y no de la realidad misma; se trata de una
interiorización de esa realidad, y por lo tanto, en la medida
que se ha interiorizado, ha sido elaborada o interpretada esa realidad
por el "artista". Siguiendo esta interpretación,
a la hora de interiorizar esa realidad que desea plasmar, el artesano
pone en funcionamiento unos mecanismos culturales de codificación
adquiridos que dictan los cánones con los que realizará
su obra. Esos mecanismos dependerán, básicamente,
de la cultura de la que el "artista" forme parte integrante.
Atender a ese proceso es tarea de la antropología, dejando
de lado nuestros valores acerca de la belleza, lo grato a los sentidos
y lo físicamente placentero.
En esta línea, Alfred Gell
(1998) aboga por una teoría antropológica del arte
que escape de todas aquellas teorías artísticas tradicionales.
En un artículo agudo y sumamente interesante, este autor
afirma que el objeto artístico debe ser estudiado como un
agente más dentro del proceso social, que es lo que, en sus
palabras, interesa a la antropología como ciencia social.
Hay que pasar por alto los análisis estéticos, que
no arrojan ninguna luz sobre el campo de estudio antropológico,
así como los aspectos semióticos, los cuales considera
inexistentes en el arte por atribuir únicamente esta función
al lenguaje. Creo que aquí se encuentra el único punto
débil de su hipótesis. Negar el valor semiológico
de arte es negar su efectividad. Para convertir la obra en un agente
social que interactúa en una serie de procesos culturales
(sociales, por tanto) el artesano utiliza los símbolos entendibles
por todos los miembros de su comunidad. Mediante esa carga simbólica
el objeto inerte cobra el valor social para iniciar una interacción
con el resto de miembros del grupo en momentos determinados. Sin
la connotación semiótica, la manufactura no representaría
más que otro objeto sin importancia para la vida gregaria
de los individuos. Si un ídolo en un templo se puede considerar
inserto en un proceso social es porque esa obra plástica
se reviste con unos rasgos, ropajes, ornamentos... definitivamente,
símbolos que lo convierten en la encarnación del dios
o uno de sus paladines adquiriendo una eficacia social mediante
una interacción ceremonial seres humanos/divinidad.
En cualquier caso, sea cual fuere
la definición que aceptemos para el concepto, lo que se desprende
de los estudios realizados es que el arte indígena de las
sociedades americanas se manifiesta principalmente como un medio
y nunca como un fin en sí mismo. Esta aseveración
es la que espero demostrar en el transcurso de las páginas
venideras así como el objeto del arte. De esta manera y desde
el punto de vista que voy a proponer, el fenómeno artístico
se puede considerar en ciertas sociedades un mediador, una bisagra
que articula la relación de un importante fenómeno
cultural (la religión) y su manifestación material,
única forma que halla aquel indispensable segmento para la
consecución física de su representación virtual
en la mentalidad colectiva.
3. EL ARTE EN LAS SOCIEDADES AMERINDIAS.
ARTISTAS, OBJETO Y FUNCIÓN.
Fuera de las sociedades de masas,
altamente estratificadas, donde existe un "art pour lart"
con un especialista dedicado a la creación artística,
la figura del artista no se encuentra representada tal y como nosotros
la concebimos en ninguna sociedad igualitaria preestatal. Los parámetros
que nosotros manejamos para definir lo que es arte y lo que no lo
es se diluyen fuera de las fronteras de la tradición mediterránea.
La inmensa mayoría de las sociedades no occidentales no realizan
la discriminación arte/no arte dado que el objeto manufacturado
se imbuye en un utilitarismo funcional/simbólico ajeno a
los placeres estéticos. Considero, por ejemplo, que un ahaw
del periodo Clásico maya no encargaba estelas conmemorativas
o trabajos lapidarios para recrear sus sentidos mientras paseaba
por la acrópolis de la ciudad bajo su divina férula.
O un puidei (chamán) kariña no encuentra mayor
placer visual en la maraca ceremonial que hubiese trabajado previamente
que la carga semiótica/funcional que ese objeto representa,
así como el navajo que elabora una pipa para tabaco no se
concentra únicamente en su valor físico como cualidad
estética sino en lo que ese utensilio debe representar y
encarnar. El arte como mero objeto decorativo, visual o sonoro para
agradar los sentidos es, como bien indica Philip Whitten (1981),
producto exclusivo de sociedades superestartificadas, contexto en
el cual surge la figura del artista, especialista a tiempo total
encargado de crear o producir objetos, sonidos, movimientos o palabras
que, dentro de los cánones propios de dada sociedad, son
considerados agradables y hermosos a los sentidos. Sin embargo,
aunque esta tesis no fuera cierta y aquel gobernante maya se deleitara
por los valores estéticos que esas estelas tuvieran para
él y las encargara con el fin de embellecer la ciudad o el
chamán realmente encuentre agradable a sus sentidos uno u
otro tipo de motivos con los que labra y decora sus implementos
rituales y orientase su manufactura hacia tal fin, no creo que una
antropología del arte deba limitarse a la búsqueda
y enumeración de los cánones estéticos de las
diversas sociedades existentes. Sería algo así como
reducir la antropología a la enumeración de los comportamientos
extraños a nuestros ojos que otros seres humanos mantienen.
Sentada esta observación,
ni que decir tiene que las sociedades igualitarias carecen de ese
ambiguo personaje que definimos como artista. Un rastreo entre las
culturas amazónicas, por ejemplo, nos ofrece un espectro
amplio de sociedades donde el objeto artístico y su creador
mantienen una dialéctica simbólica-utilitaria. En
este tipo de culturas las artesanías que han capturado recientemente
la atención de los críticos y artistas occidentales,
influyendo en sus técnicas, motivos y plástica, se
encuentran casi siempre dentro del ámbito ritual-religioso.
Los motivos que decoran estos materiales, que engrosan museos de
arte étnico y colecciones privadas de sátrapas modernos,
guardan una estrecha relación con el mundo sobrenatural de
los grupos que las gestan. Las tallas, pinturas, grabados, tejidos,
bordados... que componen los objetos que han capturado nuestra atención
y hemos metido en el saco de nuestra teoría del arte (antropológica
ésta o no) aluden a una cosmogonía y cosmología
propia que escapa a muchos de nuestros teóricos tradicionales
los cuales se han limitado a un análisis artístico
(esto es, desde el punto de vista ortodoxo, estético) y descriptivo.
La reproducción de esa rica simbología en el objeto
lo habilita para su utilización en el ámbito ritual-religioso
para el cual estaba destinado. En estas sociedades el papel del
que nosotros denominaríamos artista recae principalmente
sobre el especialista religioso, conocedor del mundo sobrenatural
por excelencia, las técnicas para relacionarse con él
y, por ello, capacitado para manufacturar las herramientas necesarias
para tal comunicación. La dilatada tradición chamánica
amerindia nos ofrece innumerables ejemplos de pipas, maracas, máscaras,
dibujos, danzas, cánticos, representaciones teatrales, muñecos/as,
tocados, y un largo etcétera que han sido desarrolladas dentro
de un contexto ritual por el mayor conocedor del uso al que se va
a destinar y las prescripciones que se han de seguir en su realización:
el chamán. Es este especialista quien ostenta la responsabilidad
de producir los objetos necesarios para la continuidad del orden
social. Su fabricación conlleva un riguroso proceso, envuelto
en una serie de inquebrantables normas, fórmulas y ritos
bajo pena de perder eficacia y convertirlo en objeto inane. Un cultrún
mapuche usado por el/la machi (chamán) representa la conexión
del cielo y la tierra mediante la imaginería y coloración
que lo reviste y decora asociada al arco iris, un cosmos vivo y
en funcionamiento perfecto, rítmico que posibilita la eficacia
del proceso ritual y lo conducirá a buen fin. Como en el
ejemplo araucano, el arte amerindio porta toda la significación
social y cosmogónica en forma simbólica. La sinergia
significante/significado/portador se revela fundamental en el proceso
artístico amerindio.
De esta manera, el chamán
se presenta como el mayor creador artístico de las culturas
de América del sur, aunque no único. Las actividades
diarias requieren manufacturas y productos que los hombres y mujeres
del grupo procesan. Estos implementos reciben un menor tratamiento
visual y formal dado que su función, en muchos casos, no
necesita de revestimiento simbólico. Aunque algunas de estos
útiles y aperos hayan sido ávidamente coleccionados
y admirados por nuestro mundo sediento de arte exótico, travestirlos
como obras de arte con valor estético es fruto de nuestra
mentalidad y no la intencionalidad indígena.
En las sociedades que han alcanzado
un nivel social y político más complejo, con un mayor
número poblacional, las artesanías comienzan a ser
producidas por especialistas consagrados a tal actividad, a los
que desde nuestra visión podríamos definir como artistas.
Existen lapidarios, ceramistas, estuquistas, pintores, escultores,
tallistas y un extenso cuerpo de trabajadores plásticos encargados
de reproducir un corpus semántico en los objetos que producen.
No hay lugar para originalidad o creatividad. Los exquisitos bordados
andinos, laborioso compendio de símbolos, pertenecen a una
verdadera tradición textil que nos asombra por su compleja
elaboración pero que nada tiene de arte para sus creadores
y sus portadores. La simbología inscrita en ellos prima sobre
el valor estético mediante el cual, en muchos casos, delineamos
la frontera arte/no arte. Así, al referirse a los conceptos
duales de opuestos que se complementan en el mundo andino, siendo
tal dualidad en conjunción, en ciertas ocasiones, con un
elemento mediador asimétrico (dualismo concéntrico)
generadora de orden, Juan M. Ossio (2002:202) aserta: "in Andean
society aesthetics, as expressed in music, cooking, textiles and
so on, is so closely associated with this paradigm". En ese
mismo orden, al igual que nadie en su comunidad entiende al ceramista
de una aldea tupí-guaraní como un artista, aunque
sus creaciones en arcilla nos atraigan sobremanera, un tallista
mexica no es comprendido por el resto del grupo como un creador
de arte. Su función y trabajo es reconocido en relación
a la validez de su obra. Y esa eficacia se entiende según
la acertada reproducción de unos patrones semánticos
prefijados, accesibles a todo el grupo cultural, que hacen factible
la inclusión del trabajo final en determinados procesos sociales/culturales.
Esos modelos reiterativos, que se han entendido como estilo por
nuestros analistas artísticos, no son más que la codificación
de la simbología intrínseca al conjunto social aunada
a los gustos estéticos adquiridos por el grupo, concomitancia
resultante en una determinada forma. Como pretendo mostrar, los
materiales plásticos a los que nos referimos como arte cumplen
una función en el mundo amerindio sumamente distante de la
complacencia estética de sus creadores y observantes. Dada
su funcionalidad, el productor no deja de ser un agente mediador
entre la materia prima y su función.
Expuesto lo anterior, me encuentro
en condiciones de considerar la inexistencia del artista en las
sociedades amerindias, al menos identificado con la figura que esa
palabra trae a nuestra mente. Personaje en búsqueda de la
belleza, la innovación, un iluminado excéntrico tocado
por las musas que vive de, para y por el arte y reconocido públicamente
por ello. Los trabajadores manuales, aquellos que realizan los objetos
entendidos como artísticos, son considerados por sus convecinos
como tales y reconocidos en función de la efectividad que
su creación presente o mejor imite al patrón simbólico
que personifica. La originalidad queda excluida del proceso genésico.
El chamán es un especialista religioso, sanador, o brujo
pero no artista. La cestera kwakiutl es reconocida por la buena
elaboración de sus trabajos, su resistencia y firmeza. No
como una creadora de belleza y novedosas formas.
Y si el artista no representa una
categoría como tal en la concepción mental y social
del resto de personas que componen su comunidad es porque la percepción
que se tiene del objeto resultante del proceso transformativo no
es "arte". Los cánticos de los h-men yucatecos
no son música donde reposar el oído. O una danza ceremonial
o festiva caingua no es un ballet ni una coreografía para
complacer a un público ávido de placer visual. Incluso
sintamos la vasija de la cual beben todos los días los indios
desana como una creación exquisita y sin embargo no pasa
de ser un vaso para su portador. La funcionalidad, tanto social
como individual, prima en el objeto artístico amerindio.
Y hacia dicho utilitarismo va dirigido el componente estético
de los productos finales. Grabados, incrustaciones, dibujos geométricos
o abstracciones coloridas se destinan a plasmar un código
mental propio, una simbología asociada al mundo de las creencias
sobrenaturales y no tanto al embellecimiento del objeto para delectación
visual. Esa decoración puede destinarse a la protección
propia o del grupo, a asegurar la eficacia del objeto o de su portador
en la actividad para la que se destine el útil, para ahuyentar
malos espíritus, y un largo etcétera. En este sentido,
las danzas, cantos y palabras sagradas (poesía) que los especialistas
religiosos se encargan de transmitir, perpetuar y dirigir portando
idéntica carga simbólica se encaminan a la consecución
de una misión sobrenatural o a la transmisión de un
mensaje, codificación de la realidad virtual del grupo, entre
otros fines. "En la danza de Paicuara [...] ahuyentan a los
malos espíritus malignos con mímicas y gestos [...].
Luego se colocan frente al Oriente, mirando al sol, haciendo reverencias
al astro del día. El primer paso de la danza consiste en
una ronda en la cual van dibujando con los pies un círculo
en el suelo, símbolo del sol. Después se separan,
para situarse en las esquinas de un cuadrángulo imaginario,
a la vez que ejecutan movimientos imitando los del astro del día.
Los actores hablan y cantan, conmemorando en esa danza la historia
del héroe cultural, a la vez que dios solar, quien la instituyó
ab origine para "sus hijos". La finalidad de esta danza
ritual es la de preservar la salud de los niños y, por extensión,
el bienestar de la comunidad" (Girard, Paphael 1976:242).
Somos nosotros, en nuestro afán de búsqueda perenne
de la belleza y los patrones estéticos de otras formas culturales,
quienes mudamos los objetos en atractivos a los sentidos y, por
lo tanto, en creaciones artísticas destinadas a tal fin.
Aunque estoy abierto a la posibilidad
de excepciones y soy totalmente consciente de la polémica
que ha suscitado y suscitará este enfoque, me muestro proclive
a creer que la mayoría sino la totalidad de los procesos
artísticos amerindios se encuadran dentro de este orden previamente
descrito. Desde esta perspectiva, elaborar una teoría antropológica
del arte indígena de América sería imposible
sin tener en cuenta el mundo preternatural y las creencias religiosas
de la cultura gestante.
4. RELIGIÓN Y ARTE. CONCLUSIONES
FINALES.
El arte amerindio se encuentra imbuido
en el complejo religioso-ceremonial, siendo indisoluble de él
desde la concepción indígena. En dicha mentalidad
no existe taxonómicamente el arte tal y como nuestra sociedad
lo aísla. Durante muchos años hemos superpuesto nuestros
criterios categorizadores al mundo amerindio e indígena en
general. Esta deformación óptica ha derivado en importantes
problemas conceptuales que han lastrado el estudio antropológico
del arte no occidental.
Hoy día, aceptado el
postulado precedentemente expuesto (esa ausencia de conceptos tales
como "el arte" en la mente amerindia) se abre un campo
de estudio más interesante para los antropólogos aunque
aleja de él a los teóricos tradicionales, aun centrados
en debates sobre estética y valores artísticos, sin
pasar de realizar meros análisis descriptivos.
Como defiende Alfred Gell (1998)
al antropólogo no le revela nada conocer los criterios estéticos
de una cultura determinada. Aunque esta aproximación a los
gustos y consideraciones estéticas de culturas ajenas a la
tradición mediterránea pueda resultar interesante,
no nos informa de poco más que de un fenómeno curioso.
La verdadera esencia de la antropología no se puede reducir
a enumerar percepciones agradables y gratas a la vista, gusto u
oído de otras culturas o lo que les resulta "bonito"
o "feo". Como ciencia social que es debe penetrar bajo
esa pátina superficial y comprender el arte como un fenómeno
social más, integrado en el sistema total que define a una
cultura. Desde nuestro prisma hemos empezado a entrever la complejidad
de la fenomenología del arte en las sociedades amerindias.
Fusionado en un todo, el fenómeno artístico se revela
con una función en un determinado marco: el religioso. Aunque
no haya que obviar codificaciones que respondan a funciones tales
como parentesco o delimitadores espaciales o temporales, entre otros,
no debemos olvidar que éstos remiten en última instancia
a patrones religiosos, uno de los codificadores condicionantes más
influyentes en tradiciones culturales no occidentales (Vacas Mora,
2004).
De este modo y desde el expuesto
punto de vista se podría afirmar que el arte se encarga de
codificar ciertos aspectos considerados vitales por las sociedades
amerindias para de esta forma transmitirlos a la totalidad de la
comunidad de manera simbólica, rápida y fácilmente
cognoscible. Ya sea de forma visual o sonora. Danzas festivas, cantos
o música hacen referencia a mitos, edades temporales anteriores
a la actual o conmemoran hitos que jalonan la creación/transformación
del mundo que hoy conocen. Considerado así, el arte resultaría
ser una "extensión" para el mundo religioso amerindio,
la forma de manifestarse dentro de y para la colectividad social.
Sería la herramienta codificadora propicia para materializar
símbolos inscritos en las creencias cosmogónicas,
los cuales resultarán aprehensibles a todos los individuos
que compartan ese mismo universo virtual, que es, a fin de cuentas,
el regulador de la realidad donde su cotidianidad se desenvuelve.
El arte se erige de esta forma en
estas sociedades cerradas en vehículo de endoaculturación
y eficaz medio de cohesión en tanto en cuanto que ayuda a
mantener unos símbolos comunes entendidos y solo interpretables
por los miembros integrantes de determinado grupo social. Los objetos,
motivos, movimientos, o palabras reactivan en la mente del individuo
una interpretación de la realidad, revitalizan su mundo y
lo aproximan minimizado a su día a día. Su realidad
cultural se ratifica. Como pone de manifiesto Reichel-Dolmatoff
(1978) un claro ejemplo de asociación arte-código
simbólico propio de grupo se da entre los desana, grupo tukano
del Vaupés colombiano. Este grupo refleja en su arte los
motivos que se les aparecen en sus trances de yajé, que no
son más que una extensa simbología representante de
su cosmogonía y mitos que la sustentan. Cada motivo está
asociado a un acontecimiento, personaje o espacio mitológico:
la Vía Láctea, la Primera Mujer, el Amo de los Animales...
Los fosfenos que inundan las retinas de los que han tomado yajé
(banisteriopsis capii), destellos de colores y formas diversas,
se asimilan a esos hitos del universo religioso tukano quedando
inquebrantablemente asociados. Con esas "visiones de yajé"
(gahpiohori) regresan al Primordium, al origen de todas las cosas,
de los ornamentos, instrumentos musicales, brazaletes, fratrías...
El origen del mundo que conocen se despliega ante ellos. Cuando
decoran con ellos las cerámicas están plasmando un
complejo código ideológico que por abstracción
conduce del motivo al mito, apuntalándolo en la mentalidad
colectiva.
Disertando sobre la estética
y sus categorías, Philip K. Bock (1977) enumera diversos
ejemplos de cualidades estéticas entre los cuales rescato
el estudio realizado por David P. McAllester sobre el canto navajo
llamado The Enemy Way. Este canto, que puede dilatarse entre los
tres y cinco días, se efectúa con propósito
ritual. Se pretende mediante él el alivio de una persona
del grupo acosada por un espíritu "extraño"
(que no pertenece a la etnia navajo). Se alternan canciones sagradas
y seculares en las que participan todos los hombres presentes como
apoyo del cantante que dirige el rito, así como las mujeres
que deseen hacerlo. Aunque McAllester afirma que el canto y el baile
resultan agradables para los espectadores, cuando entrevistó
a varios informantes surgieron los problemas. A la pregunta "¿qué
siente cuando escucha un tambor?" que formulaba en busca de
respuestas estéticas, llegó a la desalentadora conclusión
de que la escucha de este instrumento rara vez se llevaba a cabo
fuera de la ceremonia The Enemy Way. Así se lo atestiguaron
diversos informantes. A su vez, momentos del rito que el etnógrafo
había considerado meramente estéticos resultaron demostrarse
partes esenciales e integrantes de él sin ninguna finalidad
de belleza. Finalmente, McAllester concluyó que resultaba
imposible escindir la estética de la religión ya que,
los navajos entienden la música por su efecto. Esto es, esperan
de la música un efecto concreto, el cual es primordialmente
"mágico independientemente de que la canción
sea para danzar, jugar, moler el grano o curar. Cuando se le pregunta
a un navajo tradicional qué le parece una canción
no se plantea la pregunta "¿Cómo suena?" sino
"¿para qué sirve?" (Bock, 1977:462).
Y no solo se aprecia en grupos reducidos,
de escasa complejidad social. El afamado arte clásico maya,
conglomerado de diversos objetos, frescos, arquitectura, esculturas,
relieves, tallas y grabados, podría ser escogido como muestra
productiva en una sociedad amerindia compleja y estratificada. Entre
estos pobladores de la selva tropical mesoamericana, la decoración
de edificios refería inequívocamente a un mundo de
creencias sobrenaturales, a una vasta mitología tan viva
como la selva que les envolvía. Cada línea decorativa,
crestería, estuco, cornisa o pintura contenía un intrínseco
valor semántico. Así un templo erguido a base de piedras,
cal y maderas se transmutaba mediante la propia estructura arquitectónica,
meticulosamente estudiada, y la rica ornamentación y la carga
semiótica que esta conllevaba en un hogar de los dioses,
vínculo entre el mundo celeste, la superficie terrestre donde
moran los seres humanos y los niveles inferiores del inframundo.
Los altares de piedra olmecas, profusamente labrados y de los cuales
emergían, entre otros, personajes cargando niños-jaguares,
recuerdan un mundo religioso feraz en diseños, los cuales,
plasmados en la roca, transmiten un inequívoco mensaje para
aquellos familiarizados con ellos. El Lanzón de Chavín
de Huantar, cultura que se desarrolló en pleno corazón
andino, o los relieves del pórtico de las Falcónidas,
del segundo periodo constructivo de este centro, acercaban al peregrino
andino una imaginaría relacionada con el mundo místico-religioso
sobre el cual se construyó la importancia de aquel "oráculo"
andino y no tanto unos motivos estético para disfrute de
sus sentidos. La gramática del arte de Chavín, siguiendo
el análisis lingüístico/literario que John H.
Rowe (1973) realiza, se enmarcaría en un "texto"
sagrado dirigido a materializar un cuerpo de creencias cognoscibles
dentro del área cultural donde esta cultura se desarrolló.
Por ello, el intento de desligar
el arte o el propio objeto resultante del proceso trasformador de
las creencias de un grupo resultaría fútil. Obviar
este componente, esencial en la vida plástica de las sociedades
amerindias, aboca cualquier estudio de arte indígena americano
a convertirse en un ejercicio estéril desprovisto de la profundidad
de campo. Detrás de cada creación material, visual
o auditiva indígena subyace latente el componente religioso
que prima en la concepción del mundo amerindio, modelando
la realidad que les rodea y acomodándola a unas categorías
mentales propias. Junto al lenguaje, sistema primario de codificación,
las creencias sobrenaturales dictan las coordenadas donde la organización
mental indígena de América ha de desarrollarse. El
arte, que podemos considerar un sistema modelante secundario, se
mueve dentro de ese esquema, atrapado en él sin posible desvinculación.
No niego la existencia de un componente
estético en las culturas amerindias, sino que en pro de su
consecución no se realizan las manufacturas artísticas.
Estas últimas persiguen una funcionalidad ulterior a su conclusión
plástica aunque en el proceso se implique la educación
de los sentidos. Con esto, las formas, decoraciones, dibujos que
dan cuerpo a la obra la incluyen (o no) dentro de un repertorio
proclive a agradar los sentidos. Pero este no es el fin último.
La carga decorativa, determinada forma, precisos grabados o una
coloración clave lo habilitan para un fin deseado. En este
proceso, aunque los gustos estéticos estén presentes,
el sistema de creencias es decisivo y por él se realiza o
hacia él se encamina la manufactura. De alguna manera, la
religiosidad está presente en el proceso de manufacturación,
ya sea como finalidad última o impregnando el objeto para
garantizar la eficacia, funcionalidad o protección de la
entidad que consideramos artística.
¿Preguntas,
comentarios? escriba a: rupestreweb@yahoogroups.com
Cómo
citar este artículo:
VACAS
MORA , Víctor.
El
chamán y el artista. Consideraciones sobre el arte amerindio.
En
Rupestreweb, https://rupestreweb.tripod.com/chaman.html
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