El chamán y el artista. Consideraciones sobre el arte amerindio

Víctor Vacas Mora. Antropólogo. Doctorando por la Universidad Complutense de Madrid. vvmora_2@hotmail.com

 

RESUMEN

El fenómeno del arte ha recibido divergentes interpretaciones. Los estudios que han tratado dicha actividad lo han hecho con diverso enfoque y metodología. Por ello, el heteróclito conjunto resultante lejos de llevar a la unanimidad ha resultado vacuo y confuso. Hoy parece haberse llegado a cierto consenso en cuanto a la aceptación del arte como actividad cultural (como creación inmersa en unos procesos sociales y a partir de unos cánones culturalmente fijados, el arte puede considerarse como un fenómeno socio-cultural) y, como tal, abordable desde la antropología.

Numerosos años de investigación academicista occidental nos han legado una visión transcultural del fenómeno, el arte como una reiteración universal, innato al ser humano y dotado de unos patrones estéticos repetitivos a todas las culturas. Hoy día, la incursión en el terreno artístico de nuevas disciplinas, entre ellas la antropología, ha derruido ese caduco edificio abriendo nuevas puertas al avance de la investigación. Somos nosotros los que decidimos qué es arte y qué no lo es, imponiendo nuestros criterios y obviando los de la sociedad productora/acogedora del producto manufacturado. Aquellas almidonadas teorías han imposibilitado el avance de estudios serios y coherentes para con las culturas productoras de las elaboraciones que han cautivado recientemente la atención del público occidental. La descripción estética debe dejar paso a la observación, estudio y análisis de la totalidad del proceso como fenómeno social, cultural y humano, producto de un tiempo y un espacio determinados.

La ampliación del enfoque hasta hace poco reinante supondrá un éxito no solo cuantitativo sino, y sobre todo, cualitativo. La apertura paulatina del acotado mundo del arte a nuevas disciplinas ya está dando sus frutos.

N.E. Las fotografias que acompañan este artículo son aporte del editor. Pertenecen a tejidos de molas, prendas de vestir femeninas del pueblo tule (región del Darién, Colombia y Panamá).

 

 

1. UNA MIRADA DESDE DENTRO AFUERA.

Iniciar un articulo relacionado con el arte parece demandar casi de inmediato el asentamiento de un basamento teórico sobre el cual comenzar a trabajar. Este no sería otro que un conjunto de definiciones que nos aproximaran al concepto de arte, estética y objeto artístico. Agria labor que lleva ya tiempo suscitando un acalorado debate. Desde posiciones enfrentadas, academicistas occidentales han tratado de enfocar el problema con mayor o menor acierto y grado de aquiescencia por parte de sus colegas. La acritud de la discusión se centra especialmente en ese corpus semántico que posibilite armar una superficie sobre la cual empezar a trabajar. Para gran parte de los teóricos del arte, encorsetados en un glosario occidental, parece aceptada la existencia de unos cánones estéticos universales, valores acerca de la belleza, lo físicamente placentero a los sentidos, lo cual hace factible la definición del arte como una creación estética destinada a recrear el ansia de belleza y placer visual/espiritual de todo ser humano. Este punto de vista, desde luego, resulta inaceptable para la antropología. Una antropología del arte no puede erguirse sobre un andamiaje tan endeble a la par que parcial.

Frente a este acaparamiento del arte por parte de un reaccionario sector, muchos antropólogos han iniciado el acercamiento a un segmento cultural tan importante como son las manufacturas y procesos que etiquetamos como artísticos, así como a todas los actividades en que tales producciones se hayan inmersas. Algo sumamente importante y que no siempre se ha tenido en cuenta, es no olvidar que el arte, como todos los demás fenómenos que componen la cultura, se encuentran imbricados en una compleja red imposible de desenmarañar. Articulándose unos con otros, son parte de un todo, de una totalidad a la que se encargan de definir y de la cual tampoco se pueden extraer y aislar para su estudio. Este ha sido uno de los graves defectos en la aproximación a las manufacturas de otras culturas. Acostumbrados al arte por el arte, dando por sentado su intrínseco valor físico como primordial función, el estudioso, coleccionista, crítico o historiador desgaja el objeto de su contexto social para apreciarlo como una mera creación estética perdiendo la perspectiva que permitiría una verdadera interpretación del fenómeno "artístico" dentro de la cultura modeladora. Al obviar los parámetros en los que los objetos y acciones que consideramos artísticos se manufacturan y desenvuelven estamos perdiendo un importante apunte acerca de la materia en estudio. Más adelante volveré sobre este importante aspecto.

Por otro lado hay que tener siempre presente que el arte, como actividad cultural que es, se encuentra sujeta a los cánones específicos de la cultura que lo produce. Pese a la insistencia con que un sector de la intelectualidad de nuestra sociedad se encarga de insistir en la existencia de unos valores estéticos universales extensibles a todo ser humano, la evidencia continuada ha demostrado la falacia de tal aseveración. El arte como recreo estético solo se da en sociedades altamente jerarquizadas donde una clase especializada, los artistas, producen a tiempo total objetos destinados a ser consumidos por un sector elevado dentro de esa sociedad. En estos casos, el arte se esgrime como un bien suntuario que diferencia al poseedor de la obra o al mecenas de otros grupos sociales o, inclusive, de individuos de su propio grupo, en función de lo reconocido de la belleza, esmerada manufactura u otras virtudes reconocidas en el objeto, características todas ellas exclusivas y propias de la cultura-marco donde se produce este fenómeno. Sin embargo, en la mayoría de las sociedades amerindias y, mucho más, en las preestatales el arte tiene un fuerte componente funcional y semiótico. Los propios individuos que realizan, contemplan y/o utilizan esas manufacturas no las categorizan como "arte" ni priman su valor estético (dicho valor lo añadimos nosotros al observar el objeto desde una posición ajena y alejada a sus valores). La representación se limita a reproducir una serie de convencionalismos que serán automáticamente interpretados y comprendidos por los miembros de la sociedad que los genera, dentro o no de concretos segmentos de acción o tiempo, por ejemplo un ritual determinado. En dichos contextos, el objeto cobra un establecido valor y alcanza el uso para el que fue creado, que dista seriamente de ser la deleitación de los sentidos.

Pero avancemos por partes y no adelantemos lo que aun ha de venir. En las páginas venideras intentaré profundizar en estas complejas cuestiones aquí brevemente esbozadas para proponer una visión acerca del arte, creo, compartida, en mayor o menor grado, por un amplio número de antropólogos que han destinado parte de sus esfuerzos a escarbar en el cenagoso terreno que rodea este fenómeno cultural que desde nuestro sillón a orillas del Mediterráneo hemos nominado como arte y hecho propio, cercándolo a la posibilidad de nuevas definiciones.

2. EL ARTE Y LA ANTROPOLOGÍA: EL MARCO METODOLÓGICO Y CONCEPTUAL.

Tras estas palabras preliminares que nos han acercado al vórtice del problema, debemos enfrentar, brevemente, pues no es el objeto de este ensayo, la base definitoria sobre la cual nos disponemos a mover. Numerosos autores han encarado el reto de dotar de cuerpo definitorio algo tan esquivo como resulta el arte. Tarea ardua y complicada si se atiende a la satisfacción de todos los campos implicados en el estudio artístico, probando a definir el concepto con la mayor amplitud posible con objeto de dar cabida a todas las manifestaciones que pudieran ser consideradas artísticas. Sin embargo, observo de mayor importancia que la definición del concepto artístico en sí o el objeto resultante de él, la orientación metodológica con que se han realizado las investigaciones y estudios en este campo.

Ya en el artículo seminal de Merriam (1964) se observaba lo manido pero infructuoso de la discusión. En él recordaba la larga tradición de estudio del arte desde la antropología, la afición occidental por las muestras de arte etnológico y la escasa seriedad con que hasta recientemente se trataba el tema, limitándose a la mera descripción de la manifestación artística en sí. Para Merriam el estudio del arte se había quedado en el objeto terminado, en la manifestación propiamente dicha, sin atender al resto del proceso creativo. Tal vez esta opinión se hizo eco en parte del mundo de la investigación dedicado a tradiciones culturales distantes a la nuestra, ya que los nuevos estudios que versan sobre este complejo tema comenzaron a buscar más allá de esa manufactura y a interesarse por los procesos sociales que las hacían posibles. Ya no era solo el objeto aislado en una aséptica vitrina y ajado de su matriz. Los nuevos estudios buscaron el trasfondo, el escenario social donde ese "agente" interactuaba con otros.

Dentro de este planteamiento, han florecido innumerables definiciones y metodologías en ensayos acerca del tema. Los antropólogos que han prestado atención al arte viran hacia nuevas concepciones dentro de las cuales el fenómeno estudiado se acomoda en novedosos niveles de análisis. Perspectivas lingüísticas, sociales, psicológicas, políticas, religiosas... ahondan en el examen del arte. Partiendo de estos postulados Hunter (1981:72) define el arte como "el conjunto de formas culturales resultantes de procesos creativos con el movimiento, el sonido, las palabras o los materiales; y la estética, como conjunto de modalidades de pensamiento al respecto" y admite que el análisis antropológico de dichas formas culturales trata de dilucidar su función y estructura; el arte no debe ser una excepción. Por su parte, Howard Morphy (1994) describe los objetos artísticos como aquellos que cuentan con propiedades semánticas y/o estéticas y son usados con intención de presentación o representación. El relevante volumen de Lewis-Williams (2002) se adentra a través de esta perspectiva en los orígenes del arte. El arte paleolítico no se explica por un placer estético innato a los primeros Homo sapiens sino a través de razones simbólicas-psicológicas y estados alterados de conciencia. "I argued that the first image-makers were acting rationally in the specific social circumstances [...]; they were not driven by ‘aesthetics’" (Lewis-Williams, 2002:45).

Por otro lado, otros autores, siguiendo la estela de eruditos como Haselberger (1961) o Herskovits (1964), insisten en considerar el arte como "todo embellecimiento de la vida ordinaria logrado con destreza y que tiene una forma que se puede describir". Aunque, como resulta obvio, no se puede (ni se pretende) negar el valor visual o auditivo del arte, ese embellecimiento es insustancial, socialmente hablando. Describir una manifestación en función de su belleza es escasamente enriquecedor para una disciplina social. Poco nos puede interesar lo hermosa que resulta (y menos para nosotros) una pintura de arena navajo. Su función estética, como ya se ha perfilado anteriormente y discutiré más adelante, es irrelevante salvo en nuestro afán de diferenciar como artística una manufactura de un grupo cultural (los navajo del ejemplo) frente a otros artículos producidos en el seno de dicha sociedad. Por oposición con los objetos carentes de valor estético (de nuevo, según nuestros criterios) elevamos a la categoría de arte ciertos productos manuales o físicos de un grupo étnico. Desgraciadamente, esta línea estético-descriptiva sigue perdurando entre parte de los investigadores que, mesmerizados por los cánones plásticos que trasferimos al objeto de estudio, olvidan lo que se "oculta" tras él realizando meras descripciones formales carentes de cualquier interés para un estudio social.

Alcina Franch (1982:121) manifiesta que "todo arte, por su misma esencia, es una "abstracción", es decir se aleja tanto de la realidad como es lógico que así sea en la medida que se trata de una visión del mundo, de la realidad, y no de la realidad misma; se trata de una interiorización de esa realidad, y por lo tanto, en la medida que se ha interiorizado, ha sido elaborada o interpretada esa realidad por el "artista". Siguiendo esta interpretación, a la hora de interiorizar esa realidad que desea plasmar, el artesano pone en funcionamiento unos mecanismos culturales de codificación adquiridos que dictan los cánones con los que realizará su obra. Esos mecanismos dependerán, básicamente, de la cultura de la que el "artista" forme parte integrante. Atender a ese proceso es tarea de la antropología, dejando de lado nuestros valores acerca de la belleza, lo grato a los sentidos y lo físicamente placentero.

En esta línea, Alfred Gell (1998) aboga por una teoría antropológica del arte que escape de todas aquellas teorías artísticas tradicionales. En un artículo agudo y sumamente interesante, este autor afirma que el objeto artístico debe ser estudiado como un agente más dentro del proceso social, que es lo que, en sus palabras, interesa a la antropología como ciencia social. Hay que pasar por alto los análisis estéticos, que no arrojan ninguna luz sobre el campo de estudio antropológico, así como los aspectos semióticos, los cuales considera inexistentes en el arte por atribuir únicamente esta función al lenguaje. Creo que aquí se encuentra el único punto débil de su hipótesis. Negar el valor semiológico de arte es negar su efectividad. Para convertir la obra en un agente social que interactúa en una serie de procesos culturales (sociales, por tanto) el artesano utiliza los símbolos entendibles por todos los miembros de su comunidad. Mediante esa carga simbólica el objeto inerte cobra el valor social para iniciar una interacción con el resto de miembros del grupo en momentos determinados. Sin la connotación semiótica, la manufactura no representaría más que otro objeto sin importancia para la vida gregaria de los individuos. Si un ídolo en un templo se puede considerar inserto en un proceso social es porque esa obra plástica se reviste con unos rasgos, ropajes, ornamentos... definitivamente, símbolos que lo convierten en la encarnación del dios o uno de sus paladines adquiriendo una eficacia social mediante una interacción ceremonial seres humanos/divinidad.

En cualquier caso, sea cual fuere la definición que aceptemos para el concepto, lo que se desprende de los estudios realizados es que el arte indígena de las sociedades americanas se manifiesta principalmente como un medio y nunca como un fin en sí mismo. Esta aseveración es la que espero demostrar en el transcurso de las páginas venideras así como el objeto del arte. De esta manera y desde el punto de vista que voy a proponer, el fenómeno artístico se puede considerar en ciertas sociedades un mediador, una bisagra que articula la relación de un importante fenómeno cultural (la religión) y su manifestación material, única forma que halla aquel indispensable segmento para la consecución física de su representación virtual en la mentalidad colectiva.

3. EL ARTE EN LAS SOCIEDADES AMERINDIAS. ARTISTAS, OBJETO Y FUNCIÓN.

Fuera de las sociedades de masas, altamente estratificadas, donde existe un "art pour l’art" con un especialista dedicado a la creación artística, la figura del artista no se encuentra representada tal y como nosotros la concebimos en ninguna sociedad igualitaria preestatal. Los parámetros que nosotros manejamos para definir lo que es arte y lo que no lo es se diluyen fuera de las fronteras de la tradición mediterránea. La inmensa mayoría de las sociedades no occidentales no realizan la discriminación arte/no arte dado que el objeto manufacturado se imbuye en un utilitarismo funcional/simbólico ajeno a los placeres estéticos. Considero, por ejemplo, que un ahaw del periodo Clásico maya no encargaba estelas conmemorativas o trabajos lapidarios para recrear sus sentidos mientras paseaba por la acrópolis de la ciudad bajo su divina férula. O un puidei (chamán) kari’ña no encuentra mayor placer visual en la maraca ceremonial que hubiese trabajado previamente que la carga semiótica/funcional que ese objeto representa, así como el navajo que elabora una pipa para tabaco no se concentra únicamente en su valor físico como cualidad estética sino en lo que ese utensilio debe representar y encarnar. El arte como mero objeto decorativo, visual o sonoro para agradar los sentidos es, como bien indica Philip Whitten (1981), producto exclusivo de sociedades superestartificadas, contexto en el cual surge la figura del artista, especialista a tiempo total encargado de crear o producir objetos, sonidos, movimientos o palabras que, dentro de los cánones propios de dada sociedad, son considerados agradables y hermosos a los sentidos. Sin embargo, aunque esta tesis no fuera cierta y aquel gobernante maya se deleitara por los valores estéticos que esas estelas tuvieran para él y las encargara con el fin de embellecer la ciudad o el chamán realmente encuentre agradable a sus sentidos uno u otro tipo de motivos con los que labra y decora sus implementos rituales y orientase su manufactura hacia tal fin, no creo que una antropología del arte deba limitarse a la búsqueda y enumeración de los cánones estéticos de las diversas sociedades existentes. Sería algo así como reducir la antropología a la enumeración de los comportamientos extraños a nuestros ojos que otros seres humanos mantienen.

Sentada esta observación, ni que decir tiene que las sociedades igualitarias carecen de ese ambiguo personaje que definimos como artista. Un rastreo entre las culturas amazónicas, por ejemplo, nos ofrece un espectro amplio de sociedades donde el objeto artístico y su creador mantienen una dialéctica simbólica-utilitaria. En este tipo de culturas las artesanías que han capturado recientemente la atención de los críticos y artistas occidentales, influyendo en sus técnicas, motivos y plástica, se encuentran casi siempre dentro del ámbito ritual-religioso. Los motivos que decoran estos materiales, que engrosan museos de arte étnico y colecciones privadas de sátrapas modernos, guardan una estrecha relación con el mundo sobrenatural de los grupos que las gestan. Las tallas, pinturas, grabados, tejidos, bordados... que componen los objetos que han capturado nuestra atención y hemos metido en el saco de nuestra teoría del arte (antropológica ésta o no) aluden a una cosmogonía y cosmología propia que escapa a muchos de nuestros teóricos tradicionales los cuales se han limitado a un análisis artístico (esto es, desde el punto de vista ortodoxo, estético) y descriptivo. La reproducción de esa rica simbología en el objeto lo habilita para su utilización en el ámbito ritual-religioso para el cual estaba destinado. En estas sociedades el papel del que nosotros denominaríamos artista recae principalmente sobre el especialista religioso, conocedor del mundo sobrenatural por excelencia, las técnicas para relacionarse con él y, por ello, capacitado para manufacturar las herramientas necesarias para tal comunicación. La dilatada tradición chamánica amerindia nos ofrece innumerables ejemplos de pipas, maracas, máscaras, dibujos, danzas, cánticos, representaciones teatrales, muñecos/as, tocados, y un largo etcétera que han sido desarrolladas dentro de un contexto ritual por el mayor conocedor del uso al que se va a destinar y las prescripciones que se han de seguir en su realización: el chamán. Es este especialista quien ostenta la responsabilidad de producir los objetos necesarios para la continuidad del orden social. Su fabricación conlleva un riguroso proceso, envuelto en una serie de inquebrantables normas, fórmulas y ritos bajo pena de perder eficacia y convertirlo en objeto inane. Un cultrún mapuche usado por el/la machi (chamán) representa la conexión del cielo y la tierra mediante la imaginería y coloración que lo reviste y decora asociada al arco iris, un cosmos vivo y en funcionamiento perfecto, rítmico que posibilita la eficacia del proceso ritual y lo conducirá a buen fin. Como en el ejemplo araucano, el arte amerindio porta toda la significación social y cosmogónica en forma simbólica. La sinergia significante/significado/portador se revela fundamental en el proceso artístico amerindio.

De esta manera, el chamán se presenta como el mayor creador artístico de las culturas de América del sur, aunque no único. Las actividades diarias requieren manufacturas y productos que los hombres y mujeres del grupo procesan. Estos implementos reciben un menor tratamiento visual y formal dado que su función, en muchos casos, no necesita de revestimiento simbólico. Aunque algunas de estos útiles y aperos hayan sido ávidamente coleccionados y admirados por nuestro mundo sediento de arte exótico, travestirlos como obras de arte con valor estético es fruto de nuestra mentalidad y no la intencionalidad indígena.

En las sociedades que han alcanzado un nivel social y político más complejo, con un mayor número poblacional, las artesanías comienzan a ser producidas por especialistas consagrados a tal actividad, a los que desde nuestra visión podríamos definir como artistas. Existen lapidarios, ceramistas, estuquistas, pintores, escultores, tallistas y un extenso cuerpo de trabajadores plásticos encargados de reproducir un corpus semántico en los objetos que producen. No hay lugar para originalidad o creatividad. Los exquisitos bordados andinos, laborioso compendio de símbolos, pertenecen a una verdadera tradición textil que nos asombra por su compleja elaboración pero que nada tiene de arte para sus creadores y sus portadores. La simbología inscrita en ellos prima sobre el valor estético mediante el cual, en muchos casos, delineamos la frontera arte/no arte. Así, al referirse a los conceptos duales de opuestos que se complementan en el mundo andino, siendo tal dualidad en conjunción, en ciertas ocasiones, con un elemento mediador asimétrico (dualismo concéntrico) generadora de orden, Juan M. Ossio (2002:202) aserta: "in Andean society aesthetics, as expressed in music, cooking, textiles and so on, is so closely associated with this paradigm". En ese mismo orden, al igual que nadie en su comunidad entiende al ceramista de una aldea tupí-guaraní como un artista, aunque sus creaciones en arcilla nos atraigan sobremanera, un tallista mexica no es comprendido por el resto del grupo como un creador de arte. Su función y trabajo es reconocido en relación a la validez de su obra. Y esa eficacia se entiende según la acertada reproducción de unos patrones semánticos prefijados, accesibles a todo el grupo cultural, que hacen factible la inclusión del trabajo final en determinados procesos sociales/culturales. Esos modelos reiterativos, que se han entendido como estilo por nuestros analistas artísticos, no son más que la codificación de la simbología intrínseca al conjunto social aunada a los gustos estéticos adquiridos por el grupo, concomitancia resultante en una determinada forma. Como pretendo mostrar, los materiales plásticos a los que nos referimos como arte cumplen una función en el mundo amerindio sumamente distante de la complacencia estética de sus creadores y observantes. Dada su funcionalidad, el productor no deja de ser un agente mediador entre la materia prima y su función.

Expuesto lo anterior, me encuentro en condiciones de considerar la inexistencia del artista en las sociedades amerindias, al menos identificado con la figura que esa palabra trae a nuestra mente. Personaje en búsqueda de la belleza, la innovación, un iluminado excéntrico tocado por las musas que vive de, para y por el arte y reconocido públicamente por ello. Los trabajadores manuales, aquellos que realizan los objetos entendidos como artísticos, son considerados por sus convecinos como tales y reconocidos en función de la efectividad que su creación presente o mejor imite al patrón simbólico que personifica. La originalidad queda excluida del proceso genésico. El chamán es un especialista religioso, sanador, o brujo pero no artista. La cestera kwakiutl es reconocida por la buena elaboración de sus trabajos, su resistencia y firmeza. No como una creadora de belleza y novedosas formas.

Y si el artista no representa una categoría como tal en la concepción mental y social del resto de personas que componen su comunidad es porque la percepción que se tiene del objeto resultante del proceso transformativo no es "arte". Los cánticos de los h-men yucatecos no son música donde reposar el oído. O una danza ceremonial o festiva caingua no es un ballet ni una coreografía para complacer a un público ávido de placer visual. Incluso sintamos la vasija de la cual beben todos los días los indios desana como una creación exquisita y sin embargo no pasa de ser un vaso para su portador. La funcionalidad, tanto social como individual, prima en el objeto artístico amerindio. Y hacia dicho utilitarismo va dirigido el componente estético de los productos finales. Grabados, incrustaciones, dibujos geométricos o abstracciones coloridas se destinan a plasmar un código mental propio, una simbología asociada al mundo de las creencias sobrenaturales y no tanto al embellecimiento del objeto para delectación visual. Esa decoración puede destinarse a la protección propia o del grupo, a asegurar la eficacia del objeto o de su portador en la actividad para la que se destine el útil, para ahuyentar malos espíritus, y un largo etcétera. En este sentido, las danzas, cantos y palabras sagradas (poesía) que los especialistas religiosos se encargan de transmitir, perpetuar y dirigir portando idéntica carga simbólica se encaminan a la consecución de una misión sobrenatural o a la transmisión de un mensaje, codificación de la realidad virtual del grupo, entre otros fines. "En la danza de Paicuara [...] ahuyentan a los malos espíritus malignos con mímicas y gestos [...]. Luego se colocan frente al Oriente, mirando al sol, haciendo reverencias al astro del día. El primer paso de la danza consiste en una ronda en la cual van dibujando con los pies un círculo en el suelo, símbolo del sol. Después se separan, para situarse en las esquinas de un cuadrángulo imaginario, a la vez que ejecutan movimientos imitando los del astro del día. Los actores hablan y cantan, conmemorando en esa danza la historia del héroe cultural, a la vez que dios solar, quien la instituyó ab origine para "sus hijos". La finalidad de esta danza ritual es la de preservar la salud de los niños y, por extensión, el bienestar de la comunidad" (Girard, Paphael 1976:242). Somos nosotros, en nuestro afán de búsqueda perenne de la belleza y los patrones estéticos de otras formas culturales, quienes mudamos los objetos en atractivos a los sentidos y, por lo tanto, en creaciones artísticas destinadas a tal fin.

Aunque estoy abierto a la posibilidad de excepciones y soy totalmente consciente de la polémica que ha suscitado y suscitará este enfoque, me muestro proclive a creer que la mayoría sino la totalidad de los procesos artísticos amerindios se encuadran dentro de este orden previamente descrito. Desde esta perspectiva, elaborar una teoría antropológica del arte indígena de América sería imposible sin tener en cuenta el mundo preternatural y las creencias religiosas de la cultura gestante.

4. RELIGIÓN Y ARTE. CONCLUSIONES FINALES.

El arte amerindio se encuentra imbuido en el complejo religioso-ceremonial, siendo indisoluble de él desde la concepción indígena. En dicha mentalidad no existe taxonómicamente el arte tal y como nuestra sociedad lo aísla. Durante muchos años hemos superpuesto nuestros criterios categorizadores al mundo amerindio e indígena en general. Esta deformación óptica ha derivado en importantes problemas conceptuales que han lastrado el estudio antropológico del arte no occidental.

Hoy día, aceptado el postulado precedentemente expuesto (esa ausencia de conceptos tales como "el arte" en la mente amerindia) se abre un campo de estudio más interesante para los antropólogos aunque aleja de él a los teóricos tradicionales, aun centrados en debates sobre estética y valores artísticos, sin pasar de realizar meros análisis descriptivos.

Como defiende Alfred Gell (1998) al antropólogo no le revela nada conocer los criterios estéticos de una cultura determinada. Aunque esta aproximación a los gustos y consideraciones estéticas de culturas ajenas a la tradición mediterránea pueda resultar interesante, no nos informa de poco más que de un fenómeno curioso. La verdadera esencia de la antropología no se puede reducir a enumerar percepciones agradables y gratas a la vista, gusto u oído de otras culturas o lo que les resulta "bonito" o "feo". Como ciencia social que es debe penetrar bajo esa pátina superficial y comprender el arte como un fenómeno social más, integrado en el sistema total que define a una cultura. Desde nuestro prisma hemos empezado a entrever la complejidad de la fenomenología del arte en las sociedades amerindias. Fusionado en un todo, el fenómeno artístico se revela con una función en un determinado marco: el religioso. Aunque no haya que obviar codificaciones que respondan a funciones tales como parentesco o delimitadores espaciales o temporales, entre otros, no debemos olvidar que éstos remiten en última instancia a patrones religiosos, uno de los codificadores condicionantes más influyentes en tradiciones culturales no occidentales (Vacas Mora, 2004).

De este modo y desde el expuesto punto de vista se podría afirmar que el arte se encarga de codificar ciertos aspectos considerados vitales por las sociedades amerindias para de esta forma transmitirlos a la totalidad de la comunidad de manera simbólica, rápida y fácilmente cognoscible. Ya sea de forma visual o sonora. Danzas festivas, cantos o música hacen referencia a mitos, edades temporales anteriores a la actual o conmemoran hitos que jalonan la creación/transformación del mundo que hoy conocen. Considerado así, el arte resultaría ser una "extensión" para el mundo religioso amerindio, la forma de manifestarse dentro de y para la colectividad social. Sería la herramienta codificadora propicia para materializar símbolos inscritos en las creencias cosmogónicas, los cuales resultarán aprehensibles a todos los individuos que compartan ese mismo universo virtual, que es, a fin de cuentas, el regulador de la realidad donde su cotidianidad se desenvuelve.

El arte se erige de esta forma en estas sociedades cerradas en vehículo de endoaculturación y eficaz medio de cohesión en tanto en cuanto que ayuda a mantener unos símbolos comunes entendidos y solo interpretables por los miembros integrantes de determinado grupo social. Los objetos, motivos, movimientos, o palabras reactivan en la mente del individuo una interpretación de la realidad, revitalizan su mundo y lo aproximan minimizado a su día a día. Su realidad cultural se ratifica. Como pone de manifiesto Reichel-Dolmatoff (1978) un claro ejemplo de asociación arte-código simbólico propio de grupo se da entre los desana, grupo tukano del Vaupés colombiano. Este grupo refleja en su arte los motivos que se les aparecen en sus trances de yajé, que no son más que una extensa simbología representante de su cosmogonía y mitos que la sustentan. Cada motivo está asociado a un acontecimiento, personaje o espacio mitológico: la Vía Láctea, la Primera Mujer, el Amo de los Animales... Los fosfenos que inundan las retinas de los que han tomado yajé (banisteriopsis capii), destellos de colores y formas diversas, se asimilan a esos hitos del universo religioso tukano quedando inquebrantablemente asociados. Con esas "visiones de yajé" (gahpiohori) regresan al Primordium, al origen de todas las cosas, de los ornamentos, instrumentos musicales, brazaletes, fratrías... El origen del mundo que conocen se despliega ante ellos. Cuando decoran con ellos las cerámicas están plasmando un complejo código ideológico que por abstracción conduce del motivo al mito, apuntalándolo en la mentalidad colectiva.

Disertando sobre la estética y sus categorías, Philip K. Bock (1977) enumera diversos ejemplos de cualidades estéticas entre los cuales rescato el estudio realizado por David P. McAllester sobre el canto navajo llamado The Enemy Way. Este canto, que puede dilatarse entre los tres y cinco días, se efectúa con propósito ritual. Se pretende mediante él el alivio de una persona del grupo acosada por un espíritu "extraño" (que no pertenece a la etnia navajo). Se alternan canciones sagradas y seculares en las que participan todos los hombres presentes como apoyo del cantante que dirige el rito, así como las mujeres que deseen hacerlo. Aunque McAllester afirma que el canto y el baile resultan agradables para los espectadores, cuando entrevistó a varios informantes surgieron los problemas. A la pregunta "¿qué siente cuando escucha un tambor?" que formulaba en busca de respuestas estéticas, llegó a la desalentadora conclusión de que la escucha de este instrumento rara vez se llevaba a cabo fuera de la ceremonia The Enemy Way. Así se lo atestiguaron diversos informantes. A su vez, momentos del rito que el etnógrafo había considerado meramente estéticos resultaron demostrarse partes esenciales e integrantes de él sin ninguna finalidad de belleza. Finalmente, McAllester concluyó que resultaba imposible escindir la estética de la religión ya que, los navajos entienden la música por su efecto. Esto es, esperan de la música un efecto concreto, el cual es primordialmente "mágico independientemente de que la canción sea para danzar, jugar, moler el grano o curar. Cuando se le pregunta a un navajo tradicional qué le parece una canción no se plantea la pregunta "¿Cómo suena?" sino "¿para qué sirve?" (Bock, 1977:462).

Y no solo se aprecia en grupos reducidos, de escasa complejidad social. El afamado arte clásico maya, conglomerado de diversos objetos, frescos, arquitectura, esculturas, relieves, tallas y grabados, podría ser escogido como muestra productiva en una sociedad amerindia compleja y estratificada. Entre estos pobladores de la selva tropical mesoamericana, la decoración de edificios refería inequívocamente a un mundo de creencias sobrenaturales, a una vasta mitología tan viva como la selva que les envolvía. Cada línea decorativa, crestería, estuco, cornisa o pintura contenía un intrínseco valor semántico. Así un templo erguido a base de piedras, cal y maderas se transmutaba mediante la propia estructura arquitectónica, meticulosamente estudiada, y la rica ornamentación y la carga semiótica que esta conllevaba en un hogar de los dioses, vínculo entre el mundo celeste, la superficie terrestre donde moran los seres humanos y los niveles inferiores del inframundo. Los altares de piedra olmecas, profusamente labrados y de los cuales emergían, entre otros, personajes cargando niños-jaguares, recuerdan un mundo religioso feraz en diseños, los cuales, plasmados en la roca, transmiten un inequívoco mensaje para aquellos familiarizados con ellos. El Lanzón de Chavín de Huantar, cultura que se desarrolló en pleno corazón andino, o los relieves del pórtico de las Falcónidas, del segundo periodo constructivo de este centro, acercaban al peregrino andino una imaginaría relacionada con el mundo místico-religioso sobre el cual se construyó la importancia de aquel "oráculo" andino y no tanto unos motivos estético para disfrute de sus sentidos. La gramática del arte de Chavín, siguiendo el análisis lingüístico/literario que John H. Rowe (1973) realiza, se enmarcaría en un "texto" sagrado dirigido a materializar un cuerpo de creencias cognoscibles dentro del área cultural donde esta cultura se desarrolló.

Por ello, el intento de desligar el arte o el propio objeto resultante del proceso trasformador de las creencias de un grupo resultaría fútil. Obviar este componente, esencial en la vida plástica de las sociedades amerindias, aboca cualquier estudio de arte indígena americano a convertirse en un ejercicio estéril desprovisto de la profundidad de campo. Detrás de cada creación material, visual o auditiva indígena subyace latente el componente religioso que prima en la concepción del mundo amerindio, modelando la realidad que les rodea y acomodándola a unas categorías mentales propias. Junto al lenguaje, sistema primario de codificación, las creencias sobrenaturales dictan las coordenadas donde la organización mental indígena de América ha de desarrollarse. El arte, que podemos considerar un sistema modelante secundario, se mueve dentro de ese esquema, atrapado en él sin posible desvinculación.

No niego la existencia de un componente estético en las culturas amerindias, sino que en pro de su consecución no se realizan las manufacturas artísticas. Estas últimas persiguen una funcionalidad ulterior a su conclusión plástica aunque en el proceso se implique la educación de los sentidos. Con esto, las formas, decoraciones, dibujos que dan cuerpo a la obra la incluyen (o no) dentro de un repertorio proclive a agradar los sentidos. Pero este no es el fin último. La carga decorativa, determinada forma, precisos grabados o una coloración clave lo habilitan para un fin deseado. En este proceso, aunque los gustos estéticos estén presentes, el sistema de creencias es decisivo y por él se realiza o hacia él se encamina la manufactura. De alguna manera, la religiosidad está presente en el proceso de manufacturación, ya sea como finalidad última o impregnando el objeto para garantizar la eficacia, funcionalidad o protección de la entidad que consideramos artística.

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Cómo citar este artículo:

VACAS MORA , Víctor. El chamán y el artista. Consideraciones sobre el arte amerindio. En Rupestreweb, https://rupestreweb.tripod.com/chaman.html

2005

 

BIBLIOGRAFÍA.

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